viernes, 31 de marzo de 2017

Zibaldone


Venecia. Fines del siglo XIV. Es uno de aquellos excepcionales días en los que la actividad en los puertos es mínima. No hay apenas movimiento de mercancías. Tampoco parece que se pueda conversar con los viajeros que van arribando a la ciudad para tener noticias del exterior, por el simple hecho de que no ha llegado nadie. ¿Qué se podía hacer?

Alguien, un mercader anónimo, decidió tomar entonces un cuaderno que descansaba en las estanterías junto con los más voluminosos libros de cuentas, inventarios y contratos. Se sentó a la mesa de trabajo, y comenzó a pasar páginas revisando lo que había escrito hasta entonces en él. Había de todo: cálculos sobre el tamaño de un extraño árbol del que le ha hablado un viajero procedente del corazón de Asia, la estimación del tiempo que se tarda en llegar a Roma, listados de especias, chafardeos sobre las intenciones de sus enemigos los genoveses, observaciones astronómicas y apuntes geográficos que iba tomando de este o aquél marinero que se había embarcado en algún viaje a tierras inexploradas. Incluso había una importante cantidad de problemas matemáticos trasladados a su práctica diaria, que a muchos pueden traernos lejanos recuerdos:

“Hazme este cálculo: de Venecia a Ancona hay 200 millas. Un barco está en Ancona y quiere ir a Venecia, y va a ir en 30 días, y en Venecia hay otro barco que va a Ancona, y lo va a hacer en 40 días. Te pregunto, si ambos salen al mismo tiempo, cada uno para ir en su viaje, ¿en cuántos días se unirán los barcos?”(pág. 16v.)

 “Hazme este cálculo: de Venecia a Roma hay 200 millas. En Roma hay un mensajero que quiere venir a Venecia y llegar en 20 días. Y un mensajero en Venecia que quiere ir a Roma, y llegar en 30 días. ¿En cuántos días se reunirán estos mensajeros?” (pág. 17 r.)

Precisamente, la ilustración que encabeza este texto corresponde a dichas páginas y los dibujos que hay en ellas, no son otra cosa que representaciones de las coloridas naves que circulan entre Venecia y Ancona; y el retrato de los dos mensajeros que, con sus sombreros verdes, celebran su encuentro en el camino de Venecia a Roma comiéndose bajo un árbol unos pedazos de pan y pescado.

A medida que pasamos las páginas de este volumen, casi del mismo modo en que lo hizo aquél mercader de hace más de seiscientos años, emerge ante nosotros toda una vida interior, reflejada tanto gráficamente como por escrito, de manera muy similar a como hoy en día tantas personas hacen lo propio en las redes sociales. Nuestro mercader anónimo llenaba hojas con anécdotas personales, lecciones aprendidas, oraciones que intentaba recordar, citas, extrañas invocaciones, etc...

Este libro es conocido como Zibaldone da Canal. ¿Por qué? El término Zibaldone significa miscelánea, libro de anotaciones o, si nos ponemos al día, podíamos asimilarlo a un blog. Lo de da Canal se refiere al hecho de que el autor anónimo era alguien muy próximo a la familia “da Canal”, una de las más poderosas de aquella Venecia. Se sabe que en 1422, la única copia existente estaba en poder del joven Nicolò da Canal di Bartolomeo, quién estando en el puerto de Beirut con unos 22 años, en 1426, firma en una de sus últimas páginas como propietario del mismo. Lo vuelve a firmar en 1431, mientras viajaba de Alejandría a Creta. De hecho, se ha pensado que el propio autor -o autores sucesivos-, formaba parte de esta familia, pues los da Canal lo conservaron con ellos hasta el siglo XVII. Luego salto de mano en mano durante mucho tiempo: entre 1688 y 1761, estuvo en los fondos de la biblioteca del senador veneciano Jacopo Soranzo; después, entre 1727 y 1805 perteneció al abad Matteo Luigi Canonici, cuya colección de obras clásicas y manuscritos fue adquirida por la Biblioteca Bodleiana de Oxford, en 1817. En 1835 paso a las manos del coleccionista inglés Walter Sneyd, y tras ser posesión de sucesivos coleccionistas privados, en 1967 la Universidade de Yale obtuvo su propiedad, integrándolo en el lugar donde ahora se encuentra, en la colección Beinecke Rare Book Library.

Precisamente durante los años en que este manuscrito estuvo reposando en los fondos de la Biblioteca Bodleiana, en concreto entre los años 1817 y 1832, Giacomo Leopardi emprendió la escritura de una obra cuyo título - “Zibaldone de pensamientos”-, me ha llevado, tras su lectura, hasta ese otro que salió de manos de un desconocido mercader renacentista veneciano.

El de Leopardi nos descubre también quién estaba tras el poeta, como el “da Canal” lo hacía con el mercader, mostrándonos la evolución de su pensamiento desde el momento en que  inicia su escritura con 17 años, hasta 1832 cinco años antes de su prematura muerte. En sus páginas repasa temas filosóficos, literarios, históricos, artísticos, llenándolas de fragmentos añadidos en los márgenes, entre líneas, etc…, haciendo que en medio de una reflexión saltes a otras escritas unas páginas antes o después. Vamos, hipertexto avant la lettre.

Cuenta Italo Calvino en sus “Seis propuestas para el próximo milenio” que ese hedonista desdichado que fue Giacomo Leopardi, encontraba en su juventud más que sedentaria uno de sus raros momentos de placer cuando escribía en las notas de su Zibaldone: libre de obligaciones y de la presión del mundo exterior, entretenía su ocio profundizando en todo tipo de cuestiones que en muchas ocasiones eran trasladadas después a su propia obra poética. En cierta manera, me sigue recordando al veneciano, que hacía algo parecido con lo que podían ser los ocios y entretenimientos de un mercader de aquél entonces.

Leopardi vuelca sobre sus páginas frustraciones, sueño y pesadillas, reflexiones y divagaciones varias. Como aquellas que le llevan a explicar que el hombre proyecta su deseo en el infinito, al sentir sólo el placer de la seguridad cuando puede imaginar que aquél no tiene fin. Y que como la mente humana no logra concebir el infinito, no le queda sino contentarse con lo indefinido:

«E il naufragar m'é dolce in questo mare»

Así que para Leopardi, como quién sabe si para aquél lejano y anónimo veneciano, o para muchos de aquellos que se han unido a lo largo de los siglos al grupo de recolectores de pensamientos en zibaldones de nombres variados, las innumerables anotaciones y reflexiones que se hacen no responden a ninguna búsqueda de la medida ni del conocimiento:


«L'uomo -escribía Leopardi en una anotación de diciembre de 1820- non desidera di conoscere, ma di sentire infinitamente»


domingo, 19 de marzo de 2017

Las ratas carnívoras

Según contó el periodista y abogado norteamericano Eliphat Price, en uno de sus viajes por el estado de Colorado encontró muy cerca de la solitaria estación telegráfica de Pike’s Peak una tumba reciente que decía:

“Erigida en memoria de Erin O’Keefe, hija de John y Nora O’Keefe, la cual fue devorada por las ratas de las montañas en el año 1876”

Tras tomar nota de ello, pensó que lo mejor para conocer la historia era acudir a la fuente próxima a ella, el soldado John O'Keefe, encargado de la estación telegráfica de Pike’s Peak  y padre de la difunta Erin. Parece que al tal John no le molestó la curiosidad del periodista, incluso se permitió comenzar el relato haciendo una pormenorizada descripción de lo que era la vida como encargado de mantener la comunicación telegráfica en aquel recóndito lugar de las Montañas Rocosas. Poco tenía que hacer aparte de eso, así que cualquier novedad, más aún si llegaba en forma de una visita con ganas de conversar en torno a una mesa y una buena botella de whisky, mejor que mejor.

Entrando en materia, John le habló de la existencia de una raza de ratas gigantescas que vivían ocultas en las cuevas de las inmediaciones, y que tenían una especial apetencia por la carne humana. Fue así cómo en cierta ocasión aquellos bichos atacaron a él y su familia mientras dormían en la estación. Él tuvo que sacudírselas de brazos y piernas, perdiendo alguna porción de su carne en ello. Rápidamente, y con la ayuda de una pala empezó a aplastar a las ratas, mientras su esposa, que ya se había despertado en parecidas circunstancias, corrió a echar mano de la batería del telégrafo con la que consiguió electrocutar a la mayor parte de ellas. Desgraciadamente, todos los esfuerzos por salvar la vida de su pequeña hija Erin fueron vanos, pues para cuando consiguieron acabar con todos los roedores que se apiñaban sobre ella, las ratas la había devorado…

Eliphat  tomó buena nota de la historia y la divulgó a su vuelta a la civilización, llegando a tener una amplia repercusión en todos los medios del país, ávidos como estaban por aquél entonces de noticias sensacionalistas…  

Sin embargo, pronto se descubrió que habían dos pequeños detalles que no encajaban en la historia: primero, que O'Keefe no estaba casado; y, segundo, que nunca tuvo una hija. Lo único aparentemente verdadero de la historia era la tumba, colocada ahí por el propio telegrafista no se sabe bien si para atraer hasta su estación a viajeros curiosos con los que conversar, o es que simplemente se trataba de un mistificador... Quizá hubiera algo de las dos cosas.

martes, 14 de marzo de 2017

Et sic in infinitum


Y así hasta el infinito…

En 1617, el científico y místico inglés Robert Fludd publicó un tratado en el que la armonía del universo es su tema central, defendiendo que todo cuanto acontece al hombre (microcosmos) está bajo la influencia del universo (macrocosmos). Esta obra, tituladaUtriusque Cosmi, Maioris scilicet et Minoris, metaphysica, physica, atque technica Historia -algo así como La historia metafísica, física y técnica de los dos mundos, a saber, el mayor y el menor”-, intenta armonizar el pensamiento místico de Paracelso con la ciencia de su época, cosa que no casaba en ningún modo con los postulados mas racionalistas de Kepler.

El caso es que con el fin de explicar el origen del cosmos, Fludd crea una representación que hasta entonces hubiera sido imposible de concebir: algo tan ilimitado como lo es la oscuridad inicial dentro de los márgenes de una hoja, repitiendo en cada uno de los lados la leyenda “Et sic in infinitum” (Y así hasta el infinito), para dar a entender que dicha extensión ocurre no tanto en la página como en la interpretación que ha de hacer el lector.

El recurso de Fludd me recordó a un caso muy similar, aunque en tono un tanto paródico, que encontré hace ya tiempo al final de capítulo XII del Tristram Shandy: cuando narra el anochecer en el que muere el párroco Yorick, un personaje clave hasta ese momento de la novela, tras haber sido víctima de una violenta emboscada. En ese lugar del libro  el relato se refuerza volviéndose algo físico: las cajas del recto y verso de la siguiente página se muestran totalmente negras, oscurecidas, acompañando al narrador en su despedida al desventurado pater:

“Por todo esto Eugenius se quedó convencido de que su amigo tenía el corazón deshecho; le apretó la mano, ––y a continuación salió con mucho sigilo de la habitación, llorando. Los ojos de Yorick siguieron a Eugenius hasta la puerta; ––después los cerró, –– y no volvió a abrirlos más.

Ahora yace enterrado en un rincón del cementerio de su iglesia, en la parroquia de ––––, bajo una lápida de mármol liso que su amigo Eugenius, con el permiso de sus verdugos, colocó encima de su tumba con tan sólo estas tres palabras inscritas, que le sirven tanto de epitafio como de elegía:

¡Ay, pobre YORICK!

El fantasma de Yorick tiene el consuelo de oír leída en voz alta diez veces al día su monumental inscripción con tal variedad de tonos quejumbrosos que queda bien patente que hay por él un sentimiento general de lástima y aprecio: ––al haber una senda que atraviesa el cementerio justo al lado de su tumba, ––no hay un solo caminante que al pasar no se detenga a echarle una mirada, ––y suspire al proseguir su marcha:

¡Ay, pobre YORICK.”


Son muchas las coincidencias, los autores que dan muestras, conscientes o inconscientes, de querer abrir un espacio vacío, sin luz, como representación clara y contundente de lo que quizá no se puede expresar de otra manera. Y menos aún recurriendo a esa ”locuacidad retórica figurativista” de la que incluso el pintor suprematista Malevich,  quiso huir al disponer que al frente de su capilla ardiente se colocara una de sus obras más conocidas, el Cuadrado negro.



Por algún motivo, todo esto que cuento me ha venido a la cabeza hace un rato, mientras vegetando estúpidamente como cientos de miles de personas igual que yo, observaba impávido la televisión… ¿Realmente es mejor esto que el vacío carente de luz?

miércoles, 8 de marzo de 2017

Dos mujeres contra Phileas Fogg


Estamos en noviembre de 1889. Apenas han pasado 16 años desde que Julio Verne publicó su “Vuelta al mundo en 80 días”, cuando Nellie Bly, reportera estrella de “The New York World” de Joseph Pulitzer, anunció en las páginas de este periódico que estaba a punto de emprender la aventura más sensacional de su carrera: un intento de dar la vuelta al mundo más rápido de lo que nadie había sido capaz antes… Más aún de lo que Verne fabuló en su novela que hizo el señor Fogg: ella lo haría en setenta y cinco días.

A John Brisben Walker, editor de la revista “The Cosmopolitan”, competencia de la de Pulitzer, aquello le pareció una gran idea… como si hubiera sido suya. De hecho, pensó que mejor que aquella, era la de plantear la aventura como un reto: Cosmopolitan enviaría a su propio competidor a dar la vuelta al mundo, pero viajando en la dirección opuesta, y, por supuesto, ganaría la carrera a la periodista del World. Walker debía decidir a quién enviaría y hacerlo inmediatamente, pues la persona elegida debía salir sin dilación, para hacerlo casi a la vez que Nellie que abandonaba Nueva York en dirección a Europa aquél mismo día. Pero, ¿a quién proponérselo?: parece que Walker no dudó mucho en hacer llamar a Elizabeth Bisland, editora literaria de la revista, avisándola de que necesitaba verla urgentemente. Ya mismo.
Elisabeth Bisland

Por aquél entonces, Elizabeth Bisland tenía veintiocho años, y era conocida en los refinados ambientes cultos de Nueva York por el salón literario que había creado en su pequeño apartamento, donde se discutían los temas artísticos de la época. Lectora impenitente, en su columna frecuentaban artículos dedicados a autores tan diversos como Rousseau, Emma Lazarus, Tolstoi, Hjalmar Hjorth Boyeson y Cervantes. Su perfil era muy distinto al de Nellie Bly: Bisland era una autora y crítica literaria amante de la rutina, Bly era en cambio una intrépida reportera de investigación.

Cuando llegó a las oficinas de Cosmopolitan, y su jefe le propuso hacer la vuelta al mundo compitiendo con Nellie Bly, empezó por no creer lo que estaba oyendo, para pasar después a negarse en redondo. Elizabeth tenía dos razones de peso para ello: al día siguiente tenía invitados a cenar en su apartamento y, además, no disponía de nada que llevar para un viaje tan largo.

Seis horas más tarde, Bisland se encontró en un tren que marchaba de Nueva York atravesando Norteamérica con destino a San Francisco. Pensaría seguramente en lo poco convencida que había estado en su oposición a la propuesta de su jefe y, por qué no, en la excitante aventura que acababa de comenzar.

A partir de aquél día, Elizabeth Bisland escribiría siete artículos sobre su carrera alrededor del mundo para The Cosmopolitan. En 1890 fueron recopilados y publicados por Harper & Brothers como un libro titulado “In Seven Stages: A Flying Trip Around the World”.

Su relato, claro reflejo de lo sorpresivo y desproporcionado que fue aquél periplo, empezaba así:

“Si el 13 de noviembre de 1889 un profeta aficionado hubiera predicho que pasaría el día de Navidad de ese año en el Océano Índico, espero no haber contribuido con mi abierta e insultante incredulidad a las penalidades que sin duda lleva consigo tan duro oficio. En su lugar confío, con la amabilidad requerida ante un ejemplo tan claro de predicción aberrada, haberme limitado a citarle ese pasaje del Corán en el que está escrito: "El Señor ama al mentiroso alegre", y decirle que se fuera en paz. Sin embargo, pasé el día 25 de diciembre navegando a través de las aguas que bañan las costas del Imperio de la India, e hice otras cosas igualmente inimaginables, de las que no me hubiera creído capaz si me hubieran prevenido. Sólo puedo alegar con excusa que estas andanzas no fueron premeditadas, porque los profetas descuidaron su oportunidad y no recibí augurio alguno.”

Desde aquél mismo inicio, la carrera entre Bly y Bisland fue seguida estrechamente por la prensa de todo Estados Unidos, y las apuestas sobre el resultado inundaban día tras día las casas de juego del país.

Nelly Bly
En su relato, Bisland prestaba especial atención a los paisajes siempre cambiantes de la tierra y el mar. "Ella se deleitó sentándose en la cubierta superior de un buque de vapor, mirando el océano durante horas”, escribió cuando cruzaba el Pacífico.

Bisland nunca había estado fuera de su país antes, y eso quedaría reflejado en cada una de sus impresiones, especialmente a su paso por el Japón, el mar de China y la costa de la India. Entre sus vivencias, recordó siempre con especial afecto los avistamientos de ballenas que tuvo ocasión de vivir a bordo del Britannia en el que se embarco en Ceilán el primer día del año 1890 en dirección a un lugar tan lejano como el puerto de Brindisi en Italia. Precisamente Bly había iniciado ese mismo trayecto, aunque en dirección opuesta y a bordo del Victoria, unos días atrás. La larga travesía se amenizaba con partidas de criquet en cubierta, bailes todas las noches y pequeñas representaciones teatrales. Al pasar por Aden y Suez, la travesía se detuvo durante unos días, cosa que aprovechó para conocer aquellos lugares y dejar cumplido testimonio de ello en sus artículos.

Pero las impresiones del viaje, sus descubrimientos, no le despistaron del motivo por el que estaba ahí: participaba en una carrera por dar la vuelta al mundo antes que su competencia Nellie Bly, y tenía noticias de que podía estar ganando... Sólo tenía que aguantar el agotamiento que sentía cuando ya atravesaba Europa, el frío, el hambre, la falta de sueño… Su entrega en los últimos días estaba siendo tal, que aprovechando la cantidad de posibilidades de desplazamiento que le ofreció su llegada al viejo continente, había olvidado darse cualquier descanso. Fue así como cruzó Francia, Inglaterra, Gales e Irlanda para coger el buque de vapor que la llevaría a Nueva York y a vencer a Bly. Pero resultó que el barco que tenía proyectado coger no apareció, o fue “enviado” por Pulitzer a otro puerto, según las malas lenguas, por lo que tuvo que contentarse con cruzar el Atlántico en un vapor mucho más lento que el que tenía previsto.

Mientras tanto, su competidora Nellie Bly, que había hecho el camino en sentido opuesto, tuvo algo más de suerte cruzando el Pacífico desde Yokohama en el vapor Oceanic, a pesar de las terribles tempestades que sufrió, gracias a la entrega del capitán, que para darle ánimo no dudo en grabar en la caldera del barco el compromiso incondicional de toda la tripulación:

“For Nellie Bly,
We’ll win or die”

(Por Nellie Bly,
O ganaremos o moriremos)

Llegada a la costa oeste de Estados Unidos tuvo que afrontar el encontrarse con la mayor parte de las líneas férreas que conectaban con Nueva York bloqueadas por una tormenta de nieve, a lo que sus poderosos valedores no dudaron en enfrentar el flete de un tren especial de Oakland a Chicago por el sur del país, y “sin escatimar un centavo”, para que Nellie Bly llegara antes que su competidora a destino. A la vista de esto, no cabe el extrañarse en sospechar que la “desaparición” del vapor que esperaba coger Bisland en Irlanda se debiera también a alguna generosa aportación económica.

De cualquier modo, al final, Elizabeth Bisland logró batir la marca de ochenta días de Phileas Fogg, completando el viaje en setenta y seis días, lo que habría sido el viaje más rápido jamás hecho en todo el mundo, si no fuera por el hecho de que Nellie Bly había llegado cuatro días antes.

A diferencia de su competidora, que al regresar a Nueva York inició una gira por las principales capitales del país, Bisland hizo todo lo posible por evitar la fama y la publicidad. No dio conferencias, ni patrocinó ningún producto. Tampoco gustaba de comentar públicamente nada sobre el viaje. De hecho, huyendo de la fama que había ganado con el viaje, decidió abandonar los Estados Unidos y poner rumbo a Gran Bretaña, donde se quedó a vivir los dos años siguientes.

Bisland sería escritora hasta el final de su vida. En 1927, a la edad de sesenta y cinco años, publicó una colección de ensayos, titulada “La verdad sobre los hombres y otros asuntos”, en el que manifestaba, entre otras cosas aquello de que "El más antiguo de todos los imperios es el del hombre. Ninguna casa real es tan antigua como la suya".

Merece la pena dedicar una lectura tanto a “Around the World in 72 Days” de Bly como a “In Steven Stages: A Flying Trip around the world” de Bisland, son los relatos amenos y emocionantes de sus aventuras en forma de crónica de viajes, valiosos testimonios de aquella época, cada uno con el estilo particular de su autora. Las dos obras están llenas de humor, hechizo y romanticismo, pero revelan al mismo tiempo una mirada crítica al mundo que les rodea.

La primera de ellas cuenta con una traducción al español, y en este mismo idioma está publicado “Ochenta días. La gran carrera de Elizabeth Bisland y Nelly Bly” de Matthew Goodman, obra en la que me he apoyado para escribir estas líneas, hoy que aunque muy poco amigo de las efemérides y homenajes de calendario, he querido aportar mi pequeño grano de arena al día de la mujer trabajadora.

Y dejo como colofón, la frase que creo mejor ilustra aquello que los espíritus viajeros, como el de estas dos mujeres tan diferentes, buscan allá lejos, tras el horizonte:


“Que cosa tan buena es, se dijo a sí misma, haber vivido de verdad al menos una vez”.