I
En tiempos de juventud de mi
abuelo materno, me refiero a aquellos años de 1930, Zaragoza era para un
jornalero de Buñuel, pueblo de la ribera Navarra, algo así como una gran
Metrópoli, un recipiente capaz de contener y abastecer con calculada generosidad
los más valiosos e inimaginables manjares. Era una especie de Babilonia que
encerraba entre sus muros dos bienes muy preciados, contradictorios y queridos para
las humildes gentes de los campos que la rodeaban: el templo donde descansa la
imagen de la Virgen del Pilar, por un lado, y, por otro, la alegre tropa de
cabareteras que todos los años, por fiestas, se acercaba en tren hasta el casino del pueblo
a enloquecer con sus bailes y pantorrillas al aire a los parroquianos del
lugar.
Todo aquello, cuando me lo
contaba a mí, me resultaba ya muy lejano, casi mítico. Y aunque yo mismo
recuerdo haber sido llevado personalmente por él, siendo bien niño, a ser
pasado por el manto de la virgen, como se acostumbraba entre las gentes de
aquellas tierras, nunca pude averiguar nada acerca de las cabareteras... Pena. Ahí
termino, por aquél entonces, mi relación con una ciudad que, por todo lo demás,
me era distante y ajena.
No fue hasta mucho más tarde
cuando volví a encontrarme con ella. Y fue por razones que quiénes me conocen
ya las saben, y a quienes no, les traerá a poca cuenta. El caso es que este
reencuentro ha sido el del viajero curioso, el de la persona que entra
directamente a conocer, amar y profundizar en la vida y sucesos de un viejo
lugar, empujado quizá tanto por la fuerza de una amistad como la obligación de
documentar una investigación.
De aquellos tiempos tengo en mi
haber un libro de color rojo titulado “Guía
Histórico-Artística de Zaragoza” de Guillermo Fatás Cabeza, muy del estilo
de esa magnífica “Paris. Le guide du patrimoine” de Jean Marie Perouse de Montclos, ambos
libros imprescindibles para cualquier viajero curioso que visite aquellos
lugares. En el Fatás se describe con
gran profusión de detalle lo que fue en el pasado aquella ciudad, lo que tuvo,
que no fue poco ni mucho menos, y todo lo que se ha perdido, que esto también
ha sido mucho, ni más ni menos: el Palacio del conde de Fuentes, el convento de
Santa Fe, el de Santa Lucía, el de Santo Domingo, la Universidad de la Madalena, la casa de
Torrellas, la iglesia de San Lorenzo, la torre Nueva y un largo etcétera... Para que nos hagamos una
idea, la que fue denominada, con cierto exceso, la “Florencia española” conserva actualmente menos del 7% de los
palacios renacentistas, conventos, iglesias y demás monumentos que llegó a
tener.
La desidia y desinterés de los
responsables zaragozanos suele consolarse con eso de culpar de toda esta
pérdida a la mal llamada Guerra de la Independencia. La ciudad quedó arrasada
después de los dos sitios, si, pero lo que vino después tampoco fue
precisamente un cuidar, restaurar y mantener… Parece como si aquella guerra
hiciera un gran favor a aquellos que se han guarecido tras ella para justificar
el yermo patrimonial en el que poco a poco, a fuerza de satisfacer intereses
inmobiliarios, se ve sumida aquella ciudad.

La historia de la Torre Nueva,
versión moderna de la que había en Pisa, fue en
palabras de Fatás
“la vergüenza
incomparable y más universalmente difundida, que ningún zaragozano rememora sin
sonrojo”.
De hecho, todavía existe en aquella ciudad un recuerdo
entremezclado con resentimiento por su injusto e interesado derribo, que hace
de ella un símbolo claro de lo que apenas queda allá: memoria y belleza.
Esta rareza, pequeña joya del
pasado, fue derruída en 1892 a consecuencia de la actitud caciquil de unos
cuantos comerciantes de la zona, a quienes estorbaba el monumento por viejo,
porque estrechaba los viales, porque hacía sombra en su comercios y viviendas y
empequeñecía el barrio… ni la oposición de asociaciones vecinales, ni los
pleitos interpuestos logro nada, pues “la constancia de algunos ediles pudo más
que todo el resto”.
Como testimonio de lo que fue
aquello, queda en la Plaza de San Felipe un círculo trazado en el suelo. Dicen que se corresponde con la base de la torre, y que está ahí para que todos los ciudadanos de
Zaragoza recuerden con añoranza el lugar donde se erigía. Fue trazado por decisión del mismo ayuntamiento que muchas décadas atrás, había ordenado su
derribo.
II
En mi última visita a la capital
aragonesa me enteré de que la antigua fábrica de Antonio Averly, iba a ser
derribada. Toda, con excepción de una parte que ha sido protegida. A uno, estas
cosas, cada vez que pasan le producen una extensísima indignación: ve que es
algo que ocurre de manera generalizada tanto en el espacio como en el tiempo,
que igual sucede en la ahora presunta capital de la cultura Donostia-San
Sebastián, que en Zaragoza. Hace unos meses asfaltaron en León un tramo de vía
romana so pretexto de “hacer más cómodo el peregrinaje a los que se dirigen a
Santiago”, en Galicia montaron unas mesas de merendero con los restos de un dolmen,
y así podríamos seguir enumerando largamente …
La fábrica de Antonio Averly lleva
en Zaragoza desde 1863. Fue por influjo de lo que había visto en su Lyon natal
y en la Europa avanzada en los nuevos valores de la revolución industrial, cómo
concibió la idea de trasladar a la capital aragonesa un concepto que iba a ser
novedoso en ella y en toda la región: el de la villa-factoría, que integra la residencia del propietario, de estilo
neorrenacentista e inspiración francesa con sus huertos, corrales y jardines; y
el complejo productivo, formando en su
conjunto un todo homogéneo de estilo ecléctico y funcional.

Al conjunto se accede desde el exterior a
través de una portada que carga con un fuerte simbolismo, ya que parece
proclamar y potenciar -pongámoslo en pasado-, el prestigio de la empresa. Una vez dentro, además de la
villa de Averly, destacan otros varios edificios del conjunto, como son el
taller de maquinaria, el de fundición, carpintería, edificio de oficinas y el
almacén de modelos. Todos ellos se distribuyen en torno a ejes muy claros, y responden
a una tipología constructiva de nave: planta rectangular con cubierta a dos
aguas con cerchas en las que se combinaba madera y hierro y crujías mediante
pilares de fundición.
Averly fue en su tiempo, símbolo
de esa entonces esperanzada y naciente
industria zaragozana. Hizo trabajos de fundición para numerosas empresas españolas,
las cuales conocedoras del acabado de sus trabajos los reclamaban desde todos
los rincones de nuestra geografía. Tal es el caso de la bilbaína fábrica de La
Encartada, a quien abasteció de toda su maquinaria.
El hecho de haber mantenido sus procesos de fabricación artesanales
prácticamente inalterables durante toda su historia, ha permitido
que Avery conservara intacto el
conjunto desde hace 150 años atrás.
Es por esto que entrar en sus instalaciones es viajar al pasado, al de los inicios de la industria. En aquella
factoría organizada en naves, se fabricaron numerosos elementos de mobiliario
urbano que fue repartido por toda la geografía española: papeleras, fuentes, farolas,
tapas de alcantarilla, estructuras de construcción, etc…, en un momento en que
el metal se convirtió en actor de privilegio en muchas de las obras que se
llevaron a cabo… Recuerden, quienes puedan, dos magníficas obras de Félix
Navarro, el arquitecto que llevó la modernidad a Zaragoza: el teatro
Pignatelli, una de los dos primeros edificios en hierro de España, y el
hermosísimo Mercado Central… Voy a sorprenderles a los foráneos: el primero ya
ha desaparecido, y juro que no fueron los franceses, y el segundo estuvo tan a
punto, que alguien se apresuró a pintarle un cuadro por si pasaba, como otros
tantos, al panteón de las desaparecidas glorias zaragozanas.

III
El
World Monuments Fund es una
organización sin ánimo de lucro fundada en 1965, por personas preocupadas por
la destrucción acelerada de tesoros artísticos en todo el mundo. Es decir, se
dedica a la protección de bienes culturales que, por un motivo u otro, están en
peligro de extinción… En su catálogo se encuentran censadas piezas del
patrimonio humano amenazadas por las guerras, los integrismos religiosos, el
abandono, la desidia y los intereses económicos de quienes toman las decisiones
con respecto a su futuro. En el caso de Averly, que se encuentra censado entre
estos bienes sentenciados, no tengo claro de cuál de los dos últimos casos se
trata…
Pero mientras que cada uno elije
su opción, paso a traducir lo que se dice en la página que le dedica en la web
del World Monuments Fund:
¿Lo sabías?
La fundición Averly, ampliamente reconocida como uno de los complejos
industriales más representativos de España, va a ser demolido.
Leído esto, a uno le parece que
Zaragoza quiere ponerse a la cabeza en eso de ser la capital más provinciana y
poligonera de esta vieja piel de toro, y
mira que es difícil, pero no lo está haciendo nada mal…
Desde este modesto y desierto
cuaderno, me permito animar a quienes aún defiende la integridad de Averly.
No me cabe ninguna duda de que todas y cada una de las personas que ahora han
dado el visto bueno a su demolición, van a reconocer pronto el valor artístico
y cultural de aquellas instalaciones.
Sólo les hace falta una cosa para
ello: que desaparezca.