Te
contaba el día pasado que la niebla que en ocasiones ves asomar por las mañanas,
no es otra cosa que esas nubes que vuelan por encima de nuestras cabezas, y que
cuando cae la noche bajan a la tierra a dormir, a descansar de una larga
jornada de baños celestes. Están tan agotadas, o son tan perezosas, que hay
ocasiones en las que incluso habiendo salido ya el día, permanecen acostadas
sobre los prados que rodean a esta ciudad, seguramente desperezándose de la
ligera y confortable cabezada que se han dado.
Pero
eso no es todo, pues también te expliqué el porqué de los sueños que vienen a
visitarnos todas las noches. No me refiero, claro está, a los que nos acompañan
cuando estamos despiertos, cuando esperamos, cuando deseamos, o cuando nos
sentimos frustrados o esperanzados. No a esos no, que todavía no han aprendido
a volar, y nos obligan a cargar con ellos hasta que vayan cogiendo ligereza, sepan
mover sus alas, y terminen por abandonarnos yendo a poblar aquellas mismas
nubes de las que te acababa de hablar.
Si.
Esas nubes que ves ahí arriba están pobladas de sueños, recuerdos, ideas que
fueron escapándose en cuanto aprendieron a emprender el vuelo. Pero lejos de
olvidarnos, todos ellos vuelven a visitarnos de vez en cuando. Especialmente
los días en que las nubes que habitan, descienden cerca para echarse un
sueñecito y nosotros dormimos ajenos a todo ello. Es entonces cuando nos
visitan y cuando al sentirlos –o soñarlos-, los reconocemos vagamente, no nos
resultan nuevos, aunque, claro está, han cambiado, como nosotros también lo
hemos hecho.
A
veces se ponen de acuerdo. Cuando las nubes en que habitan se sienten pesadas,
y poco a poco van perdiendo altura, nos lanzan pedazos de ella, para así ir
recuperando altura. Quién sabe si entonces, cuando nos ven desde ahí arriba, no
lo harán como si fuéramos un reflejo de ellos mismo sobre esos restos de nubes.
Da
lo mismo, es muy hermoso ver nevar y disfrutar en medio del silencio de ese
sonido sedoso que produce la nieve al caer rasgando el áspero aire frío.
Me preguntarás
por la primera vez que vi nevar, y te contaré que si no fue la primera, si fue
la segunda que guardo con más cariño en mi memoria, pues se trata de uno de
esos tesoros de infancia que no han volado a la altura de las nubes.
Seguramente
no sepas que es el arto zuriketa, pues todas estas cosas han pasado. En tiempos
era una ceremonia familiar, e incluso vecinal, en la que los mayores se reunían
en torno al fuego para deshojar el maíz, mientras nosotros jugábamos, ayudábamos
o simplemente escuchábamos sus conversaciones. Hablaban de todo y de todos, y
se ponían al día de aquella actualidad que les era a ellos de alguna utilidad.
Recuerdo estar mirando por la ventana mientras escuchaba sus voces monótonas
hablando del vecino que ha muerto, o de la que se había ido a la ciudad a
trabajar, con el crepitar del fuego de fondo. Al otro lado del cristal
comenzaban a caer copos cada vez más grandes y de manera más intensa, y en ese
mismo momento supe que el calor, el aroma, el sonido… todo, iban a quedar fijos
en mi memoria para el resto de mis días, sin cambiar absolutamente en nada
aquella sensación, si no fuera en otra cosa que yo mismo.
Pero
la primera nevada en mi orden de preferencias tiene que ver contigo. De hecho,
su razón de ser y de permanecer en nosotros, eres tú mismo. Pues, como te lo
repito siempre por estas fechas desde aquél 9 de enero de hace ya siete años,
el día en que tu naciste y nos trajiste la luz, nevó como no lo había hecho
desde hacía cosa de 30 o 40 años. Desde cuando, me gusta imaginar, aquél otro
niño lleno de sueños y esperanzas, asomó su cara por la ventana de un caserío
de Arano para ver caer la nieve.
Feliz
cumpleaños, hijo.