sábado, 9 de enero de 2016

Aquél día nevó como no lo había hecho desde hacía cosa de 30 ó 40 años...


Te contaba el día pasado que la niebla que en ocasiones ves asomar por las mañanas, no es otra cosa que esas nubes que vuelan por encima de nuestras cabezas, y que cuando cae la noche bajan a la tierra a dormir, a descansar de una larga jornada de baños celestes. Están tan agotadas, o son tan perezosas, que hay ocasiones en las que incluso habiendo salido ya el día, permanecen acostadas sobre los prados que rodean a esta ciudad, seguramente desperezándose de la ligera y confortable cabezada que se han dado.

Pero eso no es todo, pues también te expliqué el porqué de los sueños que vienen a visitarnos todas las noches. No me refiero, claro está, a los que nos acompañan cuando estamos despiertos, cuando esperamos, cuando deseamos, o cuando nos sentimos frustrados o esperanzados. No a esos no, que todavía no han aprendido a volar, y nos obligan a cargar con ellos hasta que vayan cogiendo ligereza, sepan mover sus alas, y terminen por abandonarnos yendo a poblar aquellas mismas nubes de las que te acababa de hablar.

Si. Esas nubes que ves ahí arriba están pobladas de sueños, recuerdos, ideas que fueron escapándose en cuanto aprendieron a emprender el vuelo. Pero lejos de olvidarnos, todos ellos vuelven a visitarnos de vez en cuando. Especialmente los días en que las nubes que habitan, descienden cerca para echarse un sueñecito y nosotros dormimos ajenos a todo ello. Es entonces cuando nos visitan y cuando al sentirlos –o soñarlos-, los reconocemos vagamente, no nos resultan nuevos, aunque, claro está, han cambiado, como nosotros también lo hemos hecho.

A veces se ponen de acuerdo. Cuando las nubes en que habitan se sienten pesadas, y poco a poco van perdiendo altura, nos lanzan pedazos de ella, para así ir recuperando altura. Quién sabe si entonces, cuando nos ven desde ahí arriba, no lo harán como si fuéramos un reflejo de ellos mismo sobre esos restos de nubes.

Da lo mismo, es muy hermoso ver nevar y disfrutar en medio del silencio de ese sonido sedoso que produce la nieve al caer rasgando el áspero aire frío.

Me preguntarás por la primera vez que vi nevar, y te contaré que si no fue la primera, si fue la segunda que guardo con más cariño en mi memoria, pues se trata de uno de esos tesoros de infancia que no han volado a la altura de las nubes.

Seguramente no sepas que es el arto zuriketa, pues todas estas cosas han pasado. En tiempos era una ceremonia familiar, e incluso vecinal, en la que los mayores se reunían en torno al fuego para deshojar el maíz, mientras nosotros jugábamos, ayudábamos o simplemente escuchábamos sus conversaciones. Hablaban de todo y de todos, y se ponían al día de aquella actualidad que les era a ellos de alguna utilidad. Recuerdo estar mirando por la ventana mientras escuchaba sus voces monótonas hablando del vecino que ha muerto, o de la que se había ido a la ciudad a trabajar, con el crepitar del fuego de fondo. Al otro lado del cristal comenzaban a caer copos cada vez más grandes y de manera más intensa, y en ese mismo momento supe que el calor, el aroma, el sonido… todo, iban a quedar fijos en mi memoria para el resto de mis días, sin cambiar absolutamente en nada aquella sensación, si no fuera en otra cosa que yo mismo.

Pero la primera nevada en mi orden de preferencias tiene que ver contigo. De hecho, su razón de ser y de permanecer en nosotros, eres tú mismo. Pues, como te lo repito siempre por estas fechas desde aquél 9 de enero de hace ya siete años, el día en que tu naciste y nos trajiste la luz, nevó como no lo había hecho desde hacía cosa de 30 o 40 años. Desde cuando, me gusta imaginar, aquél otro niño lleno de sueños y esperanzas, asomó su cara por la ventana de un caserío de Arano para ver caer la nieve.

Feliz cumpleaños, hijo.