“No se ve un solo un pájaro en el aire, ni animal alguno sobre la
tierra. Cuando agotado dirige uno la vista en todas direcciones para hallar una
ruta que lo atraviese, se busca en vano; los únicos indicadores del camino son
los huesos calcinados de los muertos”
Lo bueno de textos como este, al
modo de entender de quien les escribe, es su poder de evocación, el misterio
que emana de cada una de las palabras que lo componen, hasta formar en todo su
conjunto, el escenario de un sueño, de una pesadilla o, simplemente, una
metáfora perfecta de algo que seríamos incapaces de enunciar directamente.
Les propongo que repasen ese
primer párrafo y no continúen más allá. No, no me den las gracias por eximirles
de seguir leyéndome por una vez. Es una libertad condicionada por lo que les
pido. Es más: condicionada y temporal, pues una vez que lo hayan hecho, les
invito a descubrir a que viene todo esto siguiendo el camino que marcan las
palabras a lo largo del blanco desierto de esta página.
¿Se han hecho una idea, o se han
perdido entre los huesos calcinados que nos marcan el único camino visible?
Vamos a la historia:
Hace algunos meses, el 31 de
agosto concretamente, me regalaron un collar que llevo pegado al cuello como
una parte de mi que ya siento como el respirar, el mirar o el tocar… Escuece,
supura y aburre. Aburre porque no calla, y no calla porque no hay manera de
lograr vaciar su boca rebosante de sangre, y algo que debe de ser pus nacida en
un interminable manantial de maldiciones.
Alrededor de un mes atrás,
mientras hacía tiempo para visitar al joyero que trata las cosas de mi collar,
descubrí que iba con las manos vacías a su consulta, y que visto que era su
costumbre hacer esperar a la parroquia, lo suyo podía ser el hacerse con el
periódico que no había sido capaz de robar al salir del trabajo… Pero cuando
llegó el momento de comprarlo, la verdad es que no apeteció, y que todas esas
caras ansiosas de poder, de notoriedad, admiración y babosadas varias que
asomaban en las portadas de los papeles, me apetecían más bien poco. Más lo
hacía un pequeño volumen, de los de bolsillo, titulado “La ruta de la seda”…
Ahora hace ya más de once años,
cuando abrí mi primer blog y me debatía en las cosas de cómo titularlo, barajé
varios nombres, y aunque terminé por quedarme con el de “Ex Oriente Lux”, hubo uno muy cercano en significado que estuvo a
punto de quedarse con el honor –dudoso-, de encabezar el primero de mis
cuadernos. Si, era “La ruta de la seda”.
Más allá de esto, mi memoria se
pierde. Quiero decir que no recuerdo exactamente por qué ni desde cuando, pero
la dichosa ruta ha ejercido sobre mí una atracción enorme. Quizá sea mi gusto
por aquellas tierras que ocupan el corazón profundo de Asia, mi sueño
incumplido de cabalgar un aduu al galope por las estepas infinitas mientras
entono un Ezenggileen que recuerde a parte iguales al brillo del relámpago y el
vuelo del halcón.
Recuerdo “La rebelión de los
tártaros” de Quincey, aquellos documentales -creo que chinos-, sobre la ruta,
biografías de Tamerlán y Genghis Khan, historias de Calmucos, Oirates, Kazakos
y esas montañas negras a las que en turcomano se les llama Karakorum… Había
mucho más, pero apenas recuerdo otra cosa que mi deseo de perderme en las
sensaciones que todas aquellas historias me provocaban.
Estaba hoy de nuevo con el libro
en la mano, el libro de esperar en las consultas, haciendo tiempo hasta que me
llamara el doctor. Hoy me tocaba encontrarme en algún oasis perdido de la
cuenca del Tarim, cerca del Takla Makan, cuando sonó el teléfono, y al otro lado una
persona me daba la terrible noticia de que un buen y querido amigo, de poco más
de cuarenta años, acababa de fallecer en un accidente…
El resto del tiempo, ha
permanecido mudo para mí, o quizá yo me he quedado sordo… Hablaba sin escuchar,
podía decirse que daba respuestas coherentes a quienes tenía a mi alrededor,
pero en aquellos momentos, mis pensamientos volaban lejos, muy lejos de allá, a
un lugar tan inhóspito y de acceso tan difícil como lo es el pasado.
Está mal hacer cuentas en esos
momentos. Recordar que la última vez que se habló uno tenía prisa y cortó la
conversación forzadamente, seguro que en la siguiente ocasión me disculparía
por haberlo hecho. Pero al fin y al cabo, es así como nos tratamos unos a otros
en situaciones de normalidad, y es con esa normalidad con la que intentamos
vivir hasta que dejamos de hacerlo…
Quizá sea por huir de esa
normalidad fue por la que en su momento me decidí a abrir el primero de estos
cuadernos, es posible también que por contar algo cuando tengo la necesidad de
hacerlo y, por qué no, para dejar en este diario, anotado de manera tan
críptica, lo que me va sucediendo y el recuerdo de aquellos cuya memoria me
gustaría que no se fuera con ellos.
Cuando en el año 414 de nuestra
era, el monje chino Fa Xian regresó de un largo viaje que le había llevado a la
India, a los lugares sagrados del budismo, relató precisamente en el párrafo
que encabeza este texto, las extremas dificultades con las que se enfrentó
cuando cruzaba el Takla Makan.
No es de extrañar, si se tiene en
cuenta que estamos hablando del segundo desierto de arena del mundo, de una
tierra ocupada en su 85% por dunas móviles que pueden llegar a alcanzar una
altura de 200 metros. Su extensión es tal, que se diferencian en él diferentes
regiones, con sus tipos característicos de arena –no hay otra cosa, además de
los huesos calcinados-, que puede ser amarilla, gris o marrón.
El kum –arena, en la lengua que
se habla por aquellas tierras-, lo ocupa todo, y el viento que a nosotros nos
trae el aire e incluso el agua, es portador allá de un kum caliente y denso,
que golpea, ciega y obstruye las vías respiratorias de quienes se atreven a
cruzar aquellas inhóspitas tierras.
Durante el verano, estos
desiertos sufren calores abrasadores, que contrastan con las rigurosas heladas
de los inviernos. Las temperaturas pueden llegar entonces a los 40 grados bajo
cero. Se cuenta que el poeta y funcionario chino Cen Can (715-770), pasó los fríos
inviernos de servicio en una plaza militar del límite norte de la cuenca de
Tarim trasladando sus impresiones y vivencias al alguno de sus más conocidos
poemas.
En uno de ellos, el "Canto de nieve para Wu, que regresa a la
capital", quizá el más conocido de los suyos, recuerda a un buen amigo y
compañero de vivencias:
Te acompaño hasta la
entrada de Luntay.
Blanquea el camino
que emprendes
rumbo a la Montaña
Celeste.
Cuando lo doblas, ya
no te veo más.
Queda solamente la
huella
de la pisada de tu
caballo.
Va por ti, amigo.