viernes, 11 de diciembre de 2015

Canto de nieve para Wu, que regresa a la capital


“No se ve un solo un pájaro en el aire, ni animal alguno sobre la tierra. Cuando agotado dirige uno la vista en todas direcciones para hallar una ruta que lo atraviese, se busca en vano; los únicos indicadores del camino son los huesos calcinados de los muertos”

Lo bueno de textos como este, al modo de entender de quien les escribe, es su poder de evocación, el misterio que emana de cada una de las palabras que lo componen, hasta formar en todo su conjunto, el escenario de un sueño, de una pesadilla o, simplemente, una metáfora perfecta de algo que seríamos incapaces de enunciar directamente.

Les propongo que repasen ese primer párrafo y no continúen más allá. No, no me den las gracias por eximirles de seguir leyéndome por una vez. Es una libertad condicionada por lo que les pido. Es más: condicionada y temporal, pues una vez que lo hayan hecho, les invito a descubrir a que viene todo esto siguiendo el camino que marcan las palabras a lo largo del blanco desierto de esta página.
¿Se han hecho una idea, o se han perdido entre los huesos calcinados que nos marcan el único camino visible?

Vamos a la historia:

Hace algunos meses, el 31 de agosto concretamente, me regalaron un collar que llevo pegado al cuello como una parte de mi que ya siento como el respirar, el mirar o el tocar… Escuece, supura y aburre. Aburre porque no calla, y no calla porque no hay manera de lograr vaciar su boca rebosante de sangre, y algo que debe de ser pus nacida en un interminable manantial de maldiciones.

Alrededor de un mes atrás, mientras hacía tiempo para visitar al joyero que trata las cosas de mi collar, descubrí que iba con las manos vacías a su consulta, y que visto que era su costumbre hacer esperar a la parroquia, lo suyo podía ser el hacerse con el periódico que no había sido capaz de robar al salir del trabajo… Pero cuando llegó el momento de comprarlo, la verdad es que no apeteció, y que todas esas caras ansiosas de poder, de notoriedad, admiración y babosadas varias que asomaban en las portadas de los papeles, me apetecían más bien poco. Más lo hacía un pequeño volumen, de los de bolsillo, titulado “La ruta de la seda”

Ahora hace ya más de once años, cuando abrí mi primer blog y me debatía en las cosas de cómo titularlo, barajé varios nombres, y aunque terminé por quedarme con el de “Ex Oriente Lux”, hubo uno muy cercano en significado que estuvo a punto de quedarse con el honor –dudoso-, de encabezar el primero de mis cuadernos. Si, era “La ruta de la seda”.

Más allá de esto, mi memoria se pierde. Quiero decir que no recuerdo exactamente por qué ni desde cuando, pero la dichosa ruta ha ejercido sobre mí una atracción enorme. Quizá sea mi gusto por aquellas tierras que ocupan el corazón profundo de Asia, mi sueño incumplido de cabalgar un aduu al galope por las estepas infinitas mientras entono un Ezenggileen que recuerde a parte iguales al brillo del relámpago y el vuelo del halcón.

Recuerdo “La rebelión de los tártaros” de Quincey, aquellos documentales -creo que chinos-, sobre la ruta, biografías de Tamerlán y Genghis Khan, historias de Calmucos, Oirates, Kazakos y esas montañas negras a las que en turcomano se les llama Karakorum… Había mucho más, pero apenas recuerdo otra cosa que mi deseo de perderme en las sensaciones que todas aquellas historias me provocaban.


Estaba hoy de nuevo con el libro en la mano, el libro de esperar en las consultas, haciendo tiempo hasta que me llamara el doctor. Hoy me tocaba encontrarme en algún oasis perdido de la cuenca del Tarim, cerca del Takla Makan,  cuando sonó el teléfono, y al otro lado una persona me daba la terrible noticia de que un buen y querido amigo, de poco más de cuarenta años, acababa de fallecer en un accidente…

El resto del tiempo, ha permanecido mudo para mí, o quizá yo me he quedado sordo… Hablaba sin escuchar, podía decirse que daba respuestas coherentes a quienes tenía a mi alrededor, pero en aquellos momentos, mis pensamientos volaban lejos, muy lejos de allá, a un lugar tan inhóspito y de acceso tan difícil como lo es el pasado.

Está mal hacer cuentas en esos momentos. Recordar que la última vez que se habló uno tenía prisa y cortó la conversación forzadamente, seguro que en la siguiente ocasión me disculparía por haberlo hecho. Pero al fin y al cabo, es así como nos tratamos unos a otros en situaciones de normalidad, y es con esa normalidad con la que intentamos vivir hasta que dejamos de hacerlo…

Quizá sea por huir de esa normalidad fue por la que en su momento me decidí a abrir el primero de estos cuadernos, es posible también que por contar algo cuando tengo la necesidad de hacerlo y, por qué no, para dejar en este diario, anotado de manera tan críptica, lo que me va sucediendo y el recuerdo de aquellos cuya memoria me gustaría que no se fuera con ellos.


Cuando en el año 414 de nuestra era, el monje chino Fa Xian regresó de un largo viaje que le había llevado a la India, a los lugares sagrados del budismo, relató precisamente en el párrafo que encabeza este texto, las extremas dificultades con las que se enfrentó cuando cruzaba el Takla Makan.

No es de extrañar, si se tiene en cuenta que estamos hablando del segundo desierto de arena del mundo, de una tierra ocupada en su 85% por dunas móviles que pueden llegar a alcanzar una altura de 200 metros. Su extensión es tal, que se diferencian en él diferentes regiones, con sus tipos característicos de arena –no hay otra cosa, además de los huesos calcinados-, que puede ser amarilla, gris o marrón.

El kum –arena, en la lengua que se habla por aquellas tierras-, lo ocupa todo, y el viento que a nosotros nos trae el aire e incluso el agua, es portador allá de un kum caliente y denso, que golpea, ciega y obstruye las vías respiratorias de quienes se atreven a cruzar aquellas inhóspitas tierras.

Durante el verano, estos desiertos sufren calores abrasadores, que contrastan con las rigurosas heladas de los inviernos. Las temperaturas pueden llegar entonces a los 40 grados bajo cero. Se cuenta que el poeta y funcionario chino Cen Can (715-770), pasó los fríos inviernos de servicio en una plaza militar del límite norte de la cuenca de Tarim trasladando sus impresiones y vivencias al alguno de sus más conocidos poemas.

En uno de ellos, el  "Canto de nieve para Wu, que regresa a la capital", quizá el más conocido de los suyos, recuerda a un buen amigo y compañero de vivencias:

Te acompaño hasta la entrada de Luntay.
Blanquea el camino que emprendes
rumbo a la Montaña Celeste.
Cuando lo doblas, ya no te veo más.
Queda solamente la huella
de la pisada de tu caballo.

Va por ti, amigo.