Venecia. Fines del siglo XIV. Es
uno de aquellos excepcionales días en los que la actividad en los puertos es
mínima. No hay apenas movimiento de mercancías. Tampoco parece que se pueda
conversar con los viajeros que van arribando a la ciudad para tener noticias
del exterior, por el simple hecho de que no ha llegado nadie. ¿Qué se podía
hacer?
Alguien, un mercader anónimo, decidió
tomar entonces un cuaderno que descansaba en las estanterías junto con los más
voluminosos libros de cuentas, inventarios y contratos. Se sentó a la mesa de
trabajo, y comenzó a pasar páginas revisando lo que había escrito hasta
entonces en él. Había de todo: cálculos sobre el tamaño de un extraño árbol del
que le ha hablado un viajero procedente del corazón de Asia, la estimación del
tiempo que se tarda en llegar a Roma, listados de especias, chafardeos sobre
las intenciones de sus enemigos los genoveses, observaciones astronómicas y
apuntes geográficos que iba tomando de este o aquél marinero que se había
embarcado en algún viaje a tierras inexploradas. Incluso había una importante
cantidad de problemas matemáticos trasladados a su práctica diaria, que a
muchos pueden traernos lejanos recuerdos:
“Hazme este cálculo: de Venecia a Ancona hay 200 millas. Un barco está
en Ancona y quiere ir a Venecia, y va a ir en 30 días, y en Venecia hay otro
barco que va a Ancona, y lo va a hacer en 40 días. Te pregunto, si ambos salen
al mismo tiempo, cada uno para ir en su viaje, ¿en cuántos días se unirán los
barcos?”(pág. 16v.)
“Hazme este cálculo: de Venecia
a Roma hay 200 millas. En Roma hay un mensajero que quiere venir a Venecia y llegar
en 20 días. Y un mensajero en Venecia que quiere ir a Roma, y llegar en 30
días. ¿En cuántos días se reunirán estos mensajeros?” (pág. 17 r.)
Precisamente, la ilustración que
encabeza este texto corresponde a dichas páginas y los dibujos que hay en
ellas, no son otra cosa que representaciones de las coloridas naves que
circulan entre Venecia y Ancona; y el retrato de los dos mensajeros que, con sus
sombreros verdes, celebran su encuentro en el camino de Venecia a Roma comiéndose
bajo un árbol unos pedazos de pan y pescado.
A medida que pasamos las páginas
de este volumen, casi del mismo modo en que lo hizo aquél mercader de hace más
de seiscientos años,
emerge ante nosotros toda una vida interior, reflejada tanto gráficamente como
por escrito, de manera muy similar a como hoy en día tantas personas hacen lo
propio en las redes sociales. Nuestro mercader anónimo llenaba hojas con anécdotas
personales, lecciones aprendidas, oraciones que intentaba recordar, citas,
extrañas invocaciones, etc...
Este libro es conocido como Zibaldone da Canal. ¿Por qué? El término
Zibaldone significa miscelánea, libro de anotaciones o, si nos ponemos
al día, podíamos asimilarlo a un blog. Lo de da Canal se refiere al hecho de que el autor anónimo era
alguien muy próximo a la familia “da Canal”, una de las más poderosas de
aquella Venecia. Se sabe que en 1422, la única copia existente estaba en poder
del joven Nicolò da Canal di Bartolomeo, quién estando en el puerto de Beirut con
unos 22 años, en 1426, firma en una de sus últimas páginas como propietario del
mismo. Lo vuelve a firmar en 1431, mientras viajaba
de Alejandría a Creta. De hecho, se ha pensado que el propio autor -o autores
sucesivos-, formaba parte de esta familia, pues los da Canal lo conservaron con
ellos hasta el siglo XVII. Luego salto de mano en mano durante mucho tiempo: entre
1688 y 1761, estuvo en los fondos de la biblioteca del senador veneciano Jacopo
Soranzo; después, entre 1727 y 1805 perteneció al abad Matteo Luigi Canonici, cuya
colección de obras clásicas y manuscritos fue adquirida por la Biblioteca Bodleiana
de Oxford, en 1817. En 1835 paso a las manos del coleccionista inglés Walter
Sneyd, y tras ser posesión de sucesivos coleccionistas privados, en 1967 la
Universidade de Yale obtuvo su propiedad, integrándolo en el lugar donde ahora
se encuentra, en la colección Beinecke Rare Book Library.
Precisamente durante los años en que este manuscrito estuvo reposando
en los fondos de la Biblioteca Bodleiana, en concreto entre los años 1817 y
1832, Giacomo Leopardi emprendió la escritura de una obra cuyo título - “Zibaldone
de pensamientos”-, me ha llevado, tras su lectura, hasta ese otro que salió
de manos de un desconocido mercader renacentista veneciano.
El de Leopardi nos descubre también quién estaba tras el poeta, como el
“da Canal” lo hacía con el mercader, mostrándonos la evolución de su
pensamiento desde el momento en que inicia su escritura con 17 años, hasta 1832
cinco años antes de su prematura muerte. En sus páginas repasa temas filosóficos,
literarios, históricos, artísticos, llenándolas de fragmentos añadidos en los
márgenes, entre líneas, etc…, haciendo que en medio de una reflexión saltes a
otras escritas unas páginas antes o después. Vamos, hipertexto avant la lettre.
Cuenta Italo Calvino en sus “Seis propuestas para el próximo milenio”
que ese hedonista desdichado que fue Giacomo Leopardi, encontraba en su
juventud más que sedentaria uno de sus raros momentos de placer cuando escribía
en las notas de su Zibaldone: libre de obligaciones y de la presión del
mundo exterior, entretenía su ocio profundizando en todo tipo de cuestiones que
en muchas ocasiones eran trasladadas después a su propia obra poética. En
cierta manera, me sigue recordando al veneciano, que hacía algo parecido con lo
que podían ser los ocios y entretenimientos de un mercader de aquél entonces.
Leopardi vuelca sobre sus páginas frustraciones, sueño y pesadillas,
reflexiones y divagaciones varias. Como aquellas que le llevan a explicar que el
hombre proyecta su deseo en el infinito, al sentir sólo el placer de la
seguridad cuando puede imaginar que aquél no tiene fin. Y que como la mente
humana no logra concebir el infinito, no le queda sino contentarse con lo
indefinido:
«E il naufragar m'é dolce in questo mare»
Así que para Leopardi, como quién sabe si para aquél lejano y anónimo
veneciano, o para muchos de aquellos que se han unido a lo largo de los siglos al
grupo de recolectores de pensamientos en zibaldones de nombres variados, las
innumerables anotaciones y reflexiones que se hacen no responden a ninguna búsqueda de la medida ni del
conocimiento:
«L'uomo -escribía Leopardi en una anotación de diciembre de 1820- non
desidera di conoscere, ma di sentire infinitamente»