Como
ya se sabe, Hedda Hopper, fue actriz y cronista del universo Hollywoodiense
allá por la primera mitad del siglo XX. Hace poco cayó en mis manos una edición
de 1954 de su semiautobiografía “Lo sé de buena tinta”. Entre otras
muchísimas cosas, cuenta en ella una enriquecedora anécdota acerca de los
consejos que dio el conocido actor Jack Barrymore a su joven hijo Bill, cuando
esta se lo envió para que lo enderezara un poco.
La
transcribo:
«Cuando
terminamos el trabajo fuimos a verle, y una vez confortablemente sentados junto
a él, miró a Bill muy despacio y empezó a contarle esta edificante historia:
» —Hijo
mío, cuando yo era un poco mayor que tú, y, sea dicho en honor de la verdad,
tenia mejor figura que tu, hice mi primer viaje a Australia. Aunque mi
experiencia teatral no era mucha, Willie Collier -Dios lo bendiga-, me
concedió un margen de confianza. Realmente yo le debía a él la vida porque
durante el terremoto de San Francisco me sacó de la cama y me salvo metiéndome
dentro de una bañera llena de agua; mi tío John Drew dijo que había sido
necesario que se desquiciasen todas las fuerzas de la Naturaleza para que yo
tomase un baño; bien es verdad que luego colaboré en el salvamento de otras
personas, y esto me libero un poco de la deuda de gratitud eterna que suele
contraerse en casos semejantes. Nos fuimos a Australia Willie y yo, como te
decía, y antes de llegar a puerto recibí un cable de un amigo mío diciéndome que
no me preocupase por el alojamiento, porque él lo tenía ya resuelto. Y era
verdad; desde el muelle me llevó a la mas bien montada casa de prostitución que
había en Australia, cuya dueña se había enamorado de mi amigo, y durante diez
años le había proporcionado cuanto había necesitado: dinero, bebidas y comida a
placer y completamente gratis. La buena señora, que era muy amable y muy guapa,
dijo que los amigos de su amigo eran amigos suyos, y que estaba todo pagado
para mí. La primera noche organizó una reunión en mi honor, a la que solo
asistimos mi amigo y yo, ella y sus señoritas; la amabilidad y generosidad de
aquella dama no tenia limites, y desde luego no he vuelto a asistir a reuniones
coma aquéllas. Me instalé en aquella casa, y en ella viví todo el tiempo que
duré mi contrato, y fui tan tonto, que cuando llegó la hora de regresar a
América propuse a una de las chicas que se casara conmigo, a lo que ella, mucho
mas lista que yo, no accedió.
» Yo
me empeñé en dar una fiesta de despedida, y efectivamente se dió: cerramos la
casa y nos quedamos solos, como en una dulce reunión familiar. Llegó el coche
para llevarme al muelle, y cuando ya estaban cargadas mis maletas, tuve la
frescura de pedir la cuenta. La amiga de mi amigo contestó:
» —Mr.
Barrymore, nadie me había gustado tanto como usted en toda mi vida. Sería una
ingratitud cobrarle nada, cuando en realidad soy yo la que debería pagarle a
usted su amabilidad y su finura.
» Mi
amigo, ya en el muelle, me dijo con cierta pena:
» —Barrymore,
¿por qué trabajas? ¿Por qué no te buscas una posición como la mía?
» Mi
hijo Bill oía todo aquello un poco confuso. Jack acabó su historia diciendo:
» —Te
confieso, hijo mío, que toda mi vida he lamentado no haber hecho caso de aquel
joven amigo.»