viernes, 26 de mayo de 2017

Petrarca-Sade


“¡Salud! Es posible que algo de lo escrito por mi haya llegado hasta ti, aunque desde aquí pueda resultar dudoso que mi oscuro y pequeño nombre sea capaz de alcanzarte a través del tiempo y el espacio. Quizá quieras saber qué clase de hombre fui, y que ha sido de mis obras, especialmente de las que has oído hablar, por muy vagamente que haya sido.”

Así comenzó Francisco Petrarca allá por el año de 1370 su “Carta a la posteridad”, un ejercicio de supuesta autoconfesión, dirigido a mostrarnos lo que fue a quienes le observamos desde el futuro. Ahora que la tendencia generalizada parece ser precisamente esa, puede costar entender lo sorprendente de su actitud. Pero el hecho de que invite a sus lectores a oírle hablar de sí mismo, de sus sentimientos y percepciones, era en sí algo novedoso en unos tiempos en los que la individualidad, como tal, no tenía apenas consideración. Pero los hechos del año 1348 habían provocado que muchas cosas comenzaran a cambiar….

Pero los hechos del año 1348 habían provocado que muchas cosas comenzaran a cambiar…

La peste de aquél año terminó con un tercio de la población de Europa, sacudió los cimientos de una
sociedad cuyos valores entraban en plena contradicción con lo que estaba ocurriendo, y espoleó la conciencia de los intelectuales de nueva generación, con Petrarca y Bocaccio como alumnos aventajados de Dante a la cabeza de todos ellos. Lo que hasta entonces no parecía haber dejado de ser una manifestación de la cultura popular en manos de juglares cortesanos y goliardos, muchas veces al margen de la oficial que emanaba de los conventos, pasó a alcanzar un nuevo estatus que se iría abriendo paso a lo largo de ese nuevo tiempo que, más adelante, recibiría el nombre de Renacimiento.

De aquél doloroso parto, nació el individuo con sus sueños, valores y experiencias vitales.

Petrarca era especialmente hábil cuando se trataba de hablar de sí mismo. Seguramente lo hizo mejor que ningún otro autor hasta entonces, quedando atrás incluso Julio Cesar y sus “Cometarios”. De hecho, sus autoretratos resultan algo sospechosos, pues si se leen con detenimiento se observa que no son sino la construcción de una imagen pública de sí mismo según los modelos sacados de sus lecturas favoritas, en especial la del San Agustín de las “Confesiones”. Además, se encuentran numerosas contradicciones en todo lo que dice ser: se manifestaba ferviente italiano, y pasó la mitad de la vida en Provenza al servicio de aparato administrativo del papado de Avignon -francés-, opuesto a devolver la sede de Roma -italiana-; clérigo, aunque no sacerdote ni pastor de almas, fue virtualmente laico; investigador e intelectual, nunca tuvo que enfrentarse a un aula de estudiantes; apasionado enamorado, aunque platónicamente, de la mujer de otro; célibe que tuvo dos hijos… Por último, las actividades políticas y diplomáticas de Petrarca podrían parecernos anecdóticas frente a su imagen de poeta y humanista: sin embargo fueron aquellas las que le permitieron vivir con cierta holgura, ser reconocido en su tiempo y establecer una importante red de relaciones.

Pura contradicción.


Hombre moderno.


Pero es justo reconocer que en sus escritos Petrarca mostraba tener una especial sensibilidad para ver en sí mismo la fuerza y debilidad del ser humano, sus motivaciones interiores. Como cuando relataba el primer encuentro aquél año de 1327, con Laura, la misteriosa musa de su Cancionero, a las puertas de la iglesia de Santa Clara de Avignon.

“Laura, ilustre por sus virtudes y tanto tiempo celebrada en mis versos, apareció por primera vez ante mis ojos durante mi juventud en 1327, el 6 de abril, en la iglesia de Santa Clara de Avignon”

Hay quien dice que Laura no fue otra cosa que un recurso literario del propio Petrarca, en torno al cual quiso hacer girar una parte esencial de su obra, justificada por un amor que, en lugar de alcanzar la plenitud, el tiempo lo convertiría en algo cada vez más remoto hasta hacerlo imposible de mano de la muerte. Dante, Poe, e incluso Baudelaire, parecen darse la mano a través del diplomático de Arezzo, siguiendo cada uno su particular camino al más allá en busca de la amada:


J'aurais pu (mon orgueil aussi haut que les monts
Domine la nuée et le cri des démons)
Détourner simplement ma tête souveraine,
Si je n'eusse pas vu parmi leur troupe obscène,
Crime qui n'a pas fait chanceler le soleil!
La reine de mon coeur au regard nonpareil
Qui riait avec eux de ma sombre détresse
Et leur versait parfois quelque sale caresse.
Hubiera podido (mi orgullo, alto como el monte,
domina la nube y el clamor de los demonios)
volver simplemente mi cabeza serena,
si no hubiese entre su tropa obscena,
¡crimen que no hizo tambalear al sol!,
la reina de mi corazón, de mirada sin igual,
que se reía con ellos de mi sombría tristeza
y les hacía, a veces, alguna sucia caricia.

Charles Baudelaire, La Beátrice


Pero al hablar de la Laura de Petrarca, la tradición y la creencia de la mayor parte de los estudiosos dan en asegurar que se trataba de Laura de Noves. Ésta que por aquél entonces tenía 18 años, era hija de una familia de la nobleza Provenzal, y llevaba alrededor de dos años casada con Hugo II de Sade, perteneciente a una de las familias de mercaderes más ilustres y antiguas de Avignon, a quién daría una extensa prole. De ella se diría descendiente otro Sade, el famoso marqués Donatien Alphonse François de Sade.

Fue precisamente Jacques-Francois-Paul-Aldonze de Sade, otro de sus supuestos descendientes y tío de nuestro marqués, uno de los principales postulantes de esta atribución. De hecho dedicó una parte de su vida como religioso, cuando su conocida dedicación a los placeres mundanos lo permitía, a investigar y redactar una de las que sería las principales biografías del poeta, Memoires pour la vie de Francois Petrarque, en la que, por supuesto, demostraba sobradamente la pertenencia del marido de Laura a su propia estirpe.

El marqués de Sade, sobrino del abate, aprovechó su larga estancia en la prisión de la fortaleza de Vincennes, para leer, releer y acumular en los muros de su celda una cantidad ingente de libros. 

“Catalogue des livres demandés depuis un siècle” (“Catálogo de libros pedidos hace un siglo”), titula un cuadernillo que adjunta en una de las cartas que envía a su esposa. El Catálogo es extensísimo, y a vista de los estudiosos de hoy en día tiene un doble valor. Primero por darnos una importante información sobre las lecturas del marqués, hay entre ellas mucha obra de teatro, por ser un género éste en el que esperaba ser célebre; segundo, por haber en él textos que han desaparecido y de los que no hubiéramos tenido noticias de otra manera.

Pero el Marqués también trabajó en la redacción de lo que posteriormente serían sus primeros textos publicados. De hecho, es de esa época un cuadernillo en el que pueden leerse los primeros esbozos de “Les infortunes de la vertu”, que sería reescrita por su autor para convertirse en “Justine ou les Malheurs de la vertu”, primera obra publicada del autor, muy del gusto de aquellas que inundaban entonces el mercado de la literatura erotico-galante de la mano de autores tan reputados ya entonces como Nicolas Retif de la Bretonne.


Y uno de los hechos desencadenantes de todo esto fue sin duda el que tuvo lugar en febrero de 1779. Según cuenta en otra carta a su esposa, la noche del 16 de febrero se quedó dormido en su celda mientras releía la obra de su tío sobre Petrarca. A consecuencia de ello, tuvo una serie de ensoñaciones que pasó a narrar en el escrito:

“Todo mi consuelo es Petrarca. Lo leo con tal placer, con tal avidez, que no hay comparación posible. Pero hago con él lo que la marquesa de Sevigné hacía, con las cartas de su hija: lo leo lentamente, por temor a terminar de leerlo. ¡Qué obra tan bien escrita...! Laura me trastorna. Me siento como un ni­ño. La leo todo el día, y a la noche sueño con ella.

Te con­taré un sueño que tuve ayer, mientras todo el universo se entregaba a la diversión.

Era alrededor de medianoche. Yo acababa de dormirme, con sus memorias en la mano. De pronto se me apareció... ¡La estaba viendo! El horror de la tumba no había alterado el fulgor de sus encantos, y sus ojos aún tenían tanto fuego como cuando Petrarca los celebraba. Una gasa negra la en­volvía íntegra, y sus hermosos cabellos rubios flotaban negli­gentemente hacia atrás. Parecía que el amor, para hacerla aún más bella, había querido suavizar todo el aparato lúgubre con que se ofrecía a mis ojos. "¿Por qué gimes en la tierra? —me dijo—. Ven a reunirte conmigo. Hay más males, más penas e inquietudes en el espacio inmenso en que habito. Ten el va­lor de seguirme." Ante palabras tales, me puse a sus pies y le dije: "¡Oh, Madre mía...!". Y los sollozos ahogaron mi voz. Ella me tendió una mano, que yo cubrí de lágrimas. También ella lloraba. "Cuando vivía en este mundo que de­testas —añadió—, me agradaba dirigir mis miradas hacia el porvenir; multiplicaba mi posteridad hacia ti, y no te veía tan desdichado." Entonces, cautivo de la desesperación y la ter­nura, arrojé mis brazos en torno de su cuello para retenerla o seguirla y para embeberla en mis lágrimas, pero el fantas­ma desapareció. No quedó más que mi dolor.”

No es difícil dar en su encuentro con la Laura que eternizó Petrarca con otro personaje, Justine, que en aquél mismo tiempo comenzaba a nacer en los borradores que el Marqués de Sade esbozaba dentro de la prisión.  

Petrarca tuvo noticia de la muerte y enterramiento apresurado de Laura poco después de que se la llevara la peste de 1348. Aquél día, muy lejos de donde había muerto su amada, dejó escrita de su propia mano en latín una nota que pegó en uno de los ejemplares más queridos de su biblioteca: un Virgilio manuscrito que le acompañaba en todos sus viajes.

La nota decía así:

“…en la misma ciudad, en el mismo mes, y el mismo sexto día y a la misma primera hora del año 1348, esta maravillosa belleza fue sustraída a la luz mientras yo estaba en Verona, ignorante por lo tanto de mi desgracia. Pero la triste noticia me la trajo a Parma una carta de mi amigo Louis el día 19 del mes siguiente. El cuerpo precioso y casto de Laura fue sepultado en el convento de los hermanos menores, el día mismo de su muerte”.

Es fácil concluir que todas estas obras, las de Dante, Baudelaire, Poe y, cómo no, Petrarca, no son sino cartas a la eternidad. Están escritas a modo de salvoconductos que pretenden alcanzar, para los sueños o vivencias de sus autores, la supervivencia en el recuerdo colectivo. 

Pues no somos otra cosa que lo que vivimos.

6 comentarios:

  1. Curiosa fecha para una mala memoria como la mía, de las pocas pocas que me acuerdo Raphael Sanzió nació y murío el mismo día
    6 de Abril, en Viernes Santo que no tiene porque caer, pero cae.
    Habría que correr unos días los idus de marzo, porque esa fecha tiene aún peor fario

    Aparte de eso una muy muy hermosa entrada.
    Salud para superar 100 veces esa fecha Charles


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    1. No había caído en lo del efímero Sanzio y compruebo alucinado que efectivamente entró y salió un mismo 6 de abril... !por Zeus! Esto me lo tengo que apuntar para celebrar el día renacentista a partir de ahora. Por no hablar de los idus de marzo, efectivamente...

      Salud y que así sea!

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  2. Yo creo que todos, en algún momento, nos hemos inventado un pasado, que terminamos por creérnoslo.

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    1. Pasa que en todos nuestros recuerdos hay mucho vacío rellenado con inventos de cosecha propia que terminamos por asumirlos como reales. Pasa también que puede haber cosas que no nos gustan, o que con un pequeño retoque quedarían mejor... y tan perfeccionistas que somos en nuestros ardides, empezamos por creerlos nosotros mismos.

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  3. Un poderoso elenco al que aquí se hace referencia, aunque, apeados de sus creatividades, no son sino seres humanos que sienten y vibran con el mismo impulso del resto de mortales que no poseen la gracia de los malabares literarios.

    Cada cual, creador o no, abre el libro de su vida al mundo por la página que le interesa, y ese es uno de los mejores -para algunas personas el único- ejercicios de libertad personal que un ser humano puede llevar a cabo.

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    1. Humanos corrientes y molientes siempre. Quizá eso es lo que a algunos de ellos les movió a crear la historia de su propia persona conforme a unos moldes que estimaban ideales... Es tan comprensible como el ansia de eternidad.

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