martes, 7 de junio de 2016

San Estebania



Esto que ven aquí es la localidad de Ziburu, a muy pocos kilómetros de la frontera de Irún. La imagen está tomada desde San Juan de Luz, al otro lado del rio Nivelle, y a dos pasos de la desembocadura del mismo. Tradicionalmente, estas localidades han vivido siempre del mar, tanto del comercio, como de la pesca, y de las más que eventuales salidas al corso, negocio muy lucrativo y al que estaban muy dadas las gentes de la región. De hecho, a lo largo de los siglos, familias de armadores y comerciantes fueron levantando, a medida que iban enriqueciéndose, enormes casas familiares asomando al mar, a la bahía o a la desembocadura del rio, frente a sus más queridas posesiones: las naves que les sustentaban.

Ya en esos tiempos hubo quien quiso diferenciarse del resto y así, si ustedes se fijan en el conjunto de la fotografía, verán que entre tanto edificio de estilo vasco-francés, hay uno que resalta notablemente de los demás por ser totalmente diferente. Fíjense bien. ¿Lo ven? Si, es el primer edificio que se ve a la izquierda de la fotografía. De él les voy a hablar, pues algo que ocurrió entre sus paredes, como van a saber en un momento, terminó por formar parte de la memoria musical de todos nosotros.

La casa es conocida tradicionalmente como San Estebania, y tiene la particularidad de ser la única de la región que ha sido construida siguiendo el estilo tradicional de las casas holandesas. Su nombre viene de su primer propietario, Esteban d’Etcheto, negociante y armador apasionado por las casas que conoció en sus viajes a Amsterdam, de donde se vino con unos planos y la decisión de derribar su casa familiar y construir una nueva con ese estilo. Esto ocurrió en 1630, y la casa se hizo tan conocida y popular, que en ella pidió alojarse el cardenal Mazarino cuando se celebraron en San Juan de Luz los esponsales de Luis XIV con la infanta española Maria Teresa en 1660. A partir de entonces, la casa adoptó el nombre de dicho cardenal. Pero este rebautizo también fue transitorio, hasta el 7 de marzo de 1875.

En esa fecha nace en San Estebania o Mazarino, en el número 12 del Quai de La Nivelle, un hijo de Joseph Ravel y Marie Delouart, a quién ponen de nombre Maurice. El padre, ingeniero e inventor de origen suizo había conocido a Marie cinco años atrás en Aranjuez, durante su viaje a España para colaborar con un equipo de ingenieros franceses dirigidos por Gustave Eiffel en la construcción de líneas de ferrocarril.

Aunque al poco de nacer fue llevado a Paris con su familia, Maurice continuó visitando la tierra de origen de su madre a lo largo de toda su vida, buscando, según manifestaba, esa luminosidad que quería reflejar en sus obras. De ahí dice que surgió Daphnis et Chloé, y fue ahí también, entre dos baños, donde comenzó a componer el Bolero. Era el verano de 1927 y contaba con la compañía del también compositor Gustave Samazeuilh que explicó:

“Fui testigo del divertido espectáculo de ver a Ravel en bata amarilla y con un gorro rojo escarlata tocando con un dedo el tema del Bolero antes de tomar nuestro baño matutino, y diciéndome: “La señora Rubinstein me pide un ballet. ¿No encuentra Usted que este tema tiene la insistencia suficiente? Voy a tratar de repetirlo un gran número de veces sin ningún tipo de desarrollo y graduando de la mejor manera el sonido de mi orquesta”. Y ahora sabemos con qué maravillosa virtuosidad lo consiguió”.


Fue también nadando en la playa de San Juan de Luz hacia el año 1932 donde se manifestaron los primeros síntomas de su amnesia: repentinamente olvidó nadar y fue rescatado antes de morir ahogado… Era sin duda algunas una de tantas manifestaciones que durante esos años iban dando paso a esa Enfermedad de Pick que terminaría con su vida aquél 28 de diciembre de 1937.

En el número 53 de aquella misma calle en la que nació, rebautizada en su presencia en 1930 como Quai de Ravel, se dio el hecho curioso de que tres años después de su muerte, vivió un tiempo Henry Matisse, huyendo de la ocupación alemana. Cuentan que estaba tan pendiente de retomar sus maletas para huir ante el rápido avance alemán, que apenas salía de su habitación y como único testimonio de su estancia en dicha localidad queda  su Intérieur à Ciboure (1940) actualmente en el museo Toulouse-Lautrec de Albi.

lunes, 6 de junio de 2016

Hasta que las aguas inunden la más alta de las montañas...



Esta ilustración pertenece a un manuscrito francés anónimo del siglo XV llamado “Livre de la Vigne nostre Seigneur”. Aunque el título hace referencia a la parábola de los obreros de la viña (Mateo 20: 1-16), es más bien un tratado sobre el Anticristo, el  Juicio Final, el Infierno y el Cielo. Véase si no el modo en que las aguas inundan hasta la más alta de las montañas, para entender que no se trata de un manual de regadíos extremos: el autor nos habla en sus páginas de los signos y horrores del apocalipsis.

La obra está escrita en  prosa francesa, enriquecida con citas bíblicas y tiene muchas correcciones e inserciones realizadas seguramente por el propio autor. Actualmente, se encuentra en la  Bodleian Library de Oxford con la signatura MS. Douce 134…

Y ahora hago la pregunta que me conduce a continuar con lo que quiero contarles: ¿Douce? ¿qué es eso de Douce?

Douce es el apellido del anticuario que compró dicho manuscrito en una subasta celebrada en París en el año 1823, y que lo donó en su testamento a la Bodleian, junto con otras obras que acumuló durante su vida. De ahí que está sea la 134 entre las muchísimas que hubo en dicha donación.

Francis Douce (1757-1834) fue un rico anticuario Inglés, conocido por su colección de libros, grabados, dibujos, monedas y artefactos. Su gusto por las antigüedades le llevó a  trabajar brevemente en el Museo Británico, aunque pronto lo abandonó por desavenencias que no quedan claras. Pero su mayor afición consistía en coleccionar libros relacionados con la muerte, la demonología y brujería, interés que a buen seguro se vería más que satisfecho con “Livre de la Vigne nostre Seigneur”, e ilustraciones tan impactantes con la que se muestra aquí debajo. 


Cuando murió en 1834, Douce dejó la mayor parte de su colección a la Bodleian Library. El regalo consistió en unos 15.000 libros, 50.000 grabados y dibujos, y una gran colección de monedas. Fue uno de los legados más valiosos que ha recibido aquella biblioteca en toda su historia.

Por ello mismo, no es de extrañar que cuando, en el mismo documento testamentario, manifestó que depositaba toda su documentación personal en una caja sellada que donaba al British Museum, bajo la única condición de que no se abriera hasta el 1 de enero de 1900, a los beneficiarios de dicha parte de la donación se les hiciera un poco cuesta arriba la buena noticia. Qué remedio, no les quedaba otra que pasarse 66 años mirando la caja, imaginando lo que habría dentro, hasta que los que vinieran detrás de ellos en el gobierno del British Museum pudieran abrirla.

A pesar de que durante ese tiempo fueron varias las ocasiones en las que se intentó convencer a los depositarios del legado de que abrieran la caja apoyándose en las más variadas excusas, el Museo Británico respetó fielmente los deseos de Douce.

Finalmente, el 1 de enero de 1900, la Administración del museo se reunió para abrir la caja. Es de imaginar que a lo largo de tantos años de espera, dio tiempo a imaginar que se encontrarían en la dichosa caja todo tipo de secretos, confidencias e incluso piezas únicas y desconocidas que podrían redoblar la reputación de los fondos del museo. Es fácil creer que ese día rondaban expectativas de todo tipo entre las personas que se reunieron a abrir oficialmente la caja. ¿Qué es lo que encontraron dentro?

Pues bien, cuando la tapa se abrió, todo el mundo se inclinó para mirar dentro. Hubo un momento de silencio mientras empezaron a revisar su contenido. Alguien resopló con disgusto. Dentro de la caja sólo había deshechos: trozos de papel y cubiertas de libros rasgados, y  una nota de Douce manifestando que, en su opinión, sería un desperdicio dejar nada de mayor valor para los filisteos del Museo Británico.

Peculiar, sin duda.



En estos últimos tiempos me he autoimpuesto el personalizar lo menos posible, el verter lo menos posible mis opiniones en lo que escribo, y el no contar mi vida en ningún caso. La razón es clara: no quiero aburrirles con mis cosas que, a modo de pretendidas reflexiones, ralentizan y estancan la lectura, haciéndola aún más insoportable.

“Más valen quintaesencias que fárragos” parece gritarme Baltasar Gracián desde el pasado. 
Si señor, tiene usted razón.

Pero si en esta ocasión me tomo esta libertad es porque para mí, hablar de la Bodleian Library, despierta algunos de los recuerdos más apasionantes de los que he acumulado a lo largo de los últimos años en mi memoria. En ella encontramos algunos de los documentos que marcaron para nosotros un antes y un después en la investigación que desembocaría en ese “El conde deFuentes. Vida, prisiones y muertes de Armando Pignatelli”

Bien, no he venido a hablar de mi (nuestro) libro, sino de ese “encontramos” y “nosotros” que se refiere no sólo a mí, claro está. En ese nosotros, en esa otra mitad, está mi viejo amigo José Antonio Beguería, con quién compartí ilusiones, esperanzas, desazones y muchas, muchísimas horas de intensa emoción, producida ora por el hallazgo de una breve nota, ora por la visita a una calle de Pau donde debía estar la posada en la que murió el hermano de nuestro protagonista, y un larguísimo etcétera de vivencias que sólo él, yo, y nuestras pacientisimas compañeras sabemos.

Y me refiero tan directamente a mi amigo, viejo por el tiempo que llevamos conociéndonos, por ser hoy el día en que cruza la frontera del medio siglo, y a eso, como a cualquier vivencia señalada de la existencia de las personas a las que apreciamos, hay que darle toda la pompa y relumbrón que se merecen… No tiene porqué hacerlo nadie, así que hagámoslo nosotros.

Feliz medio siglo, amigo, y que hasta que las aguas inunden la más alta de las montañas, tengamos la ocasión de vivir con la intensidad que lo hemos hecho hasta ahora.

viernes, 3 de junio de 2016

La carta amorosa


Durante el siglo XVI, los dos Clouet, Jean, el padre y Francois, el hijo, pintores de la corte de los reyes de Francia, dieron título de nobleza a una modalidad de arte en la que hasta entonces no se había reparado demasiado: los retratos a lápiz. Con ellos, éstos pasaron de ser esquemas preparatorios, a obras artísticas completas. Prueba de lo que digo es que todas las grandes figuras de la corte de los Valois, desde los reyes hasta el último de los nobles, reclamaron la habilidad de los Clouet a la hora de hacerse con un retrato acorde con su posición. Incluso los poetas contemporáneos les cantaron suplicando que hicieran uso de su habilidad para el dibujo. Así lo hizo, por ejemplo Pierre de Ronsard en su “Premier Livre des Amours” dedicando una elegía a Francois Clouet, a quien todos conocían por el apelativo de Janet:

"Pein moy, Janet, pein moy, je te supplie,
Sur ce tableau les beautez de m’amie
De la facon que je te les diray"

(“Píntame, Janet, píntame, te lo suplico,
Sobre este lienzo las virtudes de mi amada
De la manera que yo te las diré”)

La composición de sus dibujos era de una gran simplicidad y de un modernismo fascinante: sobre todo por esas miradas llenas de intensidad, concentrando toda la atención de la nuestra cuando nos enfrentamos, aún cinco siglos después, a su presencia. Olvidamos todo lo demás, excepto cuando ellos mismos nos hacen saber que no debe ser así, desplegando una habilidad en el detalle de un vestido, adorno u otro elemento cualquiera, que parecen querer decirnos a las claras algo más de ese personaje… Aunque ahora nosotros no lo veamos claro, ni sepamos siempre a qué se refiere.

Pero la mirada, esa mirada… Dos líneas sobre ella antes de cerrar.

La mirada en las obras de Jean y Francois Clouet es algo de lo que resulta difícil escabullirse, a pesar de que en apariencia sean otros los elementos de atención… No hay más que recordar, además de los mencionados dibujos a lápiz, el retrato de Diana de Poitiers y, sobre todo, la de la que suele llamarse “la enamorada” en “La carta amorosa”.


François se inspiró en tres célebres personajes de las comedias populares de la época para realizar La Carta Amorosa: una vieja alcahueta que sostiene una carta en su mano derecha;  el enamorado, un atento joven que seguramente ha apañado con la anterior el encuentro, y cuya circundante mirada atraviesa la pintura hasta finalmente caer sobre la protagonista. Por último, está la llamada “la enamorada”, resaltada en su blanquísima desnudez, tan del gusto de la época, cubierta solamente por un delgado velo y una perla  como símbolo de modestia, pureza y castidad…

Es aquí donde para mí está el encanto de la composición: después de todo el juego de miradas descrito hasta ahora, la joven al recibir la de su enamorado, sin disimulo, con frescura, se la devuelve al espectador.

 ¿Es o no es delicioso?

Lo mismo que un viernes con todo el fin de semana por delante.


Disfrutenlo. 

jueves, 2 de junio de 2016

La memoria desplazada

Inquilina de la casas de acogida para inmigrantes en Chicago. 1910

Lewis Wickes Hine, (1874-1940) fue un fotógrafo estadounidense de principios del siglo XX. Estudiante de sociología, pronto adopto la cámara de fotos como herramienta de trabajo para sus análisis e investigaciones. De hecho, empleó las series que iba realizando como acompañamiento al contenido de las clases que impartía. Un método que entiendo debía ser absolutamente innovador para la época.

Fue así como surgieron las series fotográficas que reflejan la llegada de inmigrantes a la isla de Ellis, las que muestran las condiciones laborales a las que eran sometidos aquellos cuando eran aceptados por fin en el país, el trabajo infantil, la vida de estas mismas personas en barrios marginales, etc… Si hay algo que para mi diferencia a Wickes de muchos otros autores que han recurrido a retratar la trastienda de la riqueza, es que éste lo hace con sencillez, sobriedad, sin escorzos ni afectación, dejando al espectador a solas con la mirada lejana y solitaria de aquellas personas.

Hine era, ante todo, sociólogo, y eso se nota en sus fotografías y en los textos con los que parece que casi siempre las acompañaba. En esos breves pero rotundos escritos deja constancia de qué es lo que reflejaban exactamente. Veamos algunos ejemplos:


Augusta, Georgia enero de 1909: “Eunice lleva trabajando en la fábrica de algodón desde hace cinco años. Gana alrededor de 75 centavos al día. Todavía es una adolescente y sus ojos parecen estar preguntando al futuro”


Whitnel, N. C. diciembre 1908: “Jennie mide 51 pulgadas y lleva en la fábrica un año. Cuando le preguntamos por su edad, ella dudó y después dijo “no me acuerdo”. Después, confidencialmente, dijo “No tengo la edad para trabajar, pero lo hago como si la tuviera”. Gana 58 centavos al día. A veces trabaja por las noches. De 50 empleados, 10 eran niños de su edad”

Y así una larga sucesión de fotografías, que pueden verse aquí. Muchas de ellas son capaces de agitar todavía el alma con esa desazón que produce la mirada desamparada de quienes entonces tuvieron que recurrir a abandonar su tierra. Llegaron a esta otra de promisión que primero les cerraba el paso con una verja, y después les condenaba a servir a la prosperidad ajena desde unas condiciones de miseria absoluta.


Esta es una lección que parece disolverse con el paso del tiempo. De hecho, muchos de los descendientes de aquellos inmigrantes que llegaron a la isla de Ellis, como los de aquellos que llegaron a las ciudades más prósperas de éste o cualquier otro país europeo, han olvidado quienes son y de dónde vienen. Parecen no recordar que las súplicas de quienes hoy se lanzan al Mediterráneo en busca de una vida digna, son las mismas, exactamente las mismas, que acompañaban a los cuerpos sucios y hambrientos de sus antepasados.

miércoles, 1 de junio de 2016

Tartas y orinales


Poco podía imaginar  Louis Bourdaloue (1632-1704), jesuita de la corte francesa de Luis XIV, que la fama que se ganó con sus sermones iba a ser recompensada bautizando con su su nombre a un tipo de orinal muy especial, que aún hoy en día hace las delicias de los coleccionistas de antigüedades. Así es, cuentan que era tan grande su habilidad oratoria, otros hablan de tediosa charlatanería, que las personas que le escuchaban no querían perderse ni una sola palabra de sus sermones. Sea como fuere, el caso es que algunas de las señoras de la buena sociedad de entonces que acudían a escucharle,  empezaron a encargar a sus menajeros unos recipientes que pudieran esconder entre sus faldas, por si durante el interminable proceso oratorio del padre Bourdaloue sentían alguna necesidad perentoria.  
Esta necesidad tan especial hizo que el bourdaloue fuera dotado de un diseño ergonómico muy específico, de manera que servía lo mismo para aliviarse en cuclillas que de pie. Era oblongo, rectangular, o de forma oval, tenía un labio ligeramente elevado en uno de sus extremos y un asa en el otro. Los bordes curvados hacia adentro evitaban el herir las partes más delicadas.
Les ruego me disculpen si la imagen de Francois Boucher que les muestro a continuación les parece muy chusca, pero me la he encontrado durante el proceso de documentación gráfica de lo que les estoy contando, e ilustra con la mirada de la época, y muy a las claras, el modo en que se empleaba el curioso Bourdaloue.

No debió de ser muy extraordinario el caso del tal Bourdaloue, en cuanto a la incontinencia verbal que mostraba en sus sermones, si hacemos caso a la divertida, aunque también densa, crítica que hizo algún tiempo después el Padre Isla en su Fray Gerundio de Campazas:
“era obra de cierto fraile mozo, de estos que se llaman padres colegiales, el cual trataba en dedicatorias, arengas y cuodlibetos, por ser uno de los latinos más deshechos, más encrespados y más retumbantes que hasta entonces se habían conocido, y que había ganado muchísimo dinero, tabaco, pañuelos y chocolate en este género de trato; «porque al fin -decía en su carta el gimnasiarca- el latín de este fraile es una borrachera, y sus altisonantes frases son una Babilonia»”
Eso mismo, una borrachera.
Por cierto, que el “efecto bautizo” del bueno de Bourdaloue trascendió más allá de su vida, e incluso de su siglo, llegando a finales del XIX… Cuentan, de nuevo, que un pastelero, de nombre Lesserteur, ideó una tarta de peras y crema de almendras que no tardó en hacerse popular entre, una vez más, la “buena sociedad” parisina. Como al correr la voz entre quienes la probaban no había manera de llamarla de algún modo que facilitara su compra, alguien optó por lo más sencillo y práctico: ponerle el nombre de la calle donde se encontraba las pastelería de monsieur Lesserteur… Ese calle era la Bordaloue, llamada así en honor del ya tiempo atrás desaparecido jesuita de la corte de Luis XIV.
Por si fuera de interés, aquí dejo un enlace a una de las tantas páginas que explican la receta de su elaboración.
¡Buen provecho… y mejor digestión!

martes, 31 de mayo de 2016

De aquella prosperidad que dejamos...


Parece una ironía, pero de “El triunfo de la muerte” de Andrea di Cione Orcagna, a punto estuvo de no quedar nada, de ser llevada por esa muerte, si cabe aún más terrible, que es la damnatio memoriae. Así hubiera sido, si no fuera porque sobrevivió esta escena: la que representa a unos mendigos desesperados llamando a la Muerte para que les libre de sus penas. Para que todos lo entendieran, de la boca de uno de ellos se hizo brotar una invocación de la que ahora no quedan más que algunas palabras sueltas. Afortunadamente, al ser un texto recurrente en otras obras de aquella época, sabemos que dice algo así como:

“Da che prosperitade … / O morte medicina … / … ci adare omai l’ultima.”

Que reconstruido con las partes que pudieran faltarle, vendría a decir:

“De aquella prosperidad que dejamos/ oh muerte, medicina de todos los males/ condúcenos a nuestra última cena”

Se ve en aquellos rostros de contornos ásperos y decididos, con características casi escultóricas, un intenso dolor y dramatismo. Baste recordar que fue su época la de la gran peste que asoló Europa, para entender porqué no hay resignación en su mirada, y lo que aparece es el odio hacia la crueldad de la vida. Quizá la visita de la peste contribuyó a mostrarnos a nosotros mismos como seres despojados de cualquier tutela divina y, por lo tanto, mucho más humanos.

Por alguno de esos resortes que nos hacen relacionar unas cosas con otras que en principio no tienen relación alguna, me trajo a la memoria lo que queda de la obra de Orcagna al encontrarme con una fotografía de Elliott Erwitt realizada para la agencia Magnum en Bratsk, Siberia, allá por el año 1967. ¿Por qué? Seguramente porque veo en su rostro, como en el de muchos que se asoman por entre los bordes de algunas viejas fotografías, esa mirada consciente de su distancia, fija y tensada en su odio hacia el destino. 


lunes, 30 de mayo de 2016

Breviari d'Amor


Enredando en el catálogo de manuscritos medievales iluminados de la British Library me he encontrado con una nueva versión del “Breviari d'Amor”, obra del occitano Matfre Ermengaud, franciscano, trovador , antologista lírico y senhor de leis. Este Breviari, compuesto con nada menos que 35.600 octosílabos, lo escribió a caballo entre el siglo XIII y XIV, y tiene la curiosa virtud de venir a conciliar el amor por Dios con el erotismo terrenal de la lírica trovadoresca. Curioso, sí señor. Y más aún que pueda llamarnos la atención hoy en día, casi ocho siglos después.

Hasta ahora, conocía sólo algunas de las iluminaciones que se conservan en la Biblioteca Nacional de Francia en una copia también de inicios del XIV. Dado lo costoso de ejecutar copias de ese pelaje, es fácil imaginar el éxito que debió de tener entonces la obra, al existir testimonio de diferentes ejemplares con su propio repertorio gráfico.

La mayor parte de las iluminaciones tienen un gran encanto, pero es quizá una de las finales, la que me parece de las más evocadoras y atractivas: el demonio llevándose el alma de un amante moribundo. No se por qué, pero a mí por lo menos se me hace muy fácil identificarla con otras más antiguas relacionadas con Anubis y la conducción de las almas… Pero no voy a comentar nada al respecto, pues creo que es mejor disfrutar su visión.

La iluminación que encabeza este texto es la de la versión de la Británica; la que está aquí debajo es la de la Biblioteca Nacional de Francia.


Y un rápido apunte final, pues quiero ser breve para procurar ser más frecuente en este cuaderno: otra de las iluminaciones de la versión británica –desconozco si existe su par en la francesa-, es la que más le ha encandilado a este perseguidor de sirenas. Se trata de una en la que según leo, representa a Venus mirándose en un espejo. Me sorprende por su sencilla belleza, y me llena de recuerdos de aquellos blasones que adornan las fachadas de muchas casas de un valle muy próximo al Baztán, a orillas del Bidasoa, en el que se representa a una sirena mirándose al espejo mientras se peina… ¿imaginaban de una manera inconsciente a Venus? 

Algo muy parecido me encontré hace años en el maravilloso pueblo perigourdino de Collonges-la-Rouge, y en alguno de los cuadernos que escribía por aquél entonces estará, aunque no he sido capaz de encontrarla.


(Y hablando de "Breviari d'Amor", vayan estas letras para Larouge, pues con ella comparto los recuerdos que he mencionado, y muchísimos más. Y a ella le debo que, cuando había pensado en cerrar definitivamente mi vida blogera, me animara con argumentos sólidos y solemnes a volver a esto:

- ¿Dejar de escribir? ¿tú estás loco? !Si es en lo único en lo que te diferencias de las bestias! Mírate si no en el modo que aúllas todas las noches cuando asoma la luna...)